La Casa de Calera de Tango es, sin duda, uno de los lugares más hermosos y mejor conservados de nuestro tiempo colonial. Los amplios patios, los corredores largos, los gruesos murallones y los techos de teja han guardado recuerdos importantes del modo como se gestó nuestra patria. Ahí la Compañía de Jesús y Chile se entrelazan en una historia común. Todo es simple y austero. Hay algo de silencio y de leyenda. Esos adobes son testigos de nuestra pobreza y de una cultura que se forjó en la lejanía, entre terremotos e interminables guerras. Al comprar la hacienda el hermano Isidoro Martínez, Procurador de las casas y colegios de la Compañía, tal vez no imaginó que esas tierras poco productivas se convertirían con el andar del tiempo en un complejo de minería, industria y agricultura, el más importante de la antigua colonia, que prestaría servicios a todas las casas y misiones de la orden.
Muy doloroso debió ser aquel 26 de agosto de 1767, cuando don Gerónimo de Herrera se presentó de madrugada con una fuerte guardia para cumplir las órdenes del Rey Carlos III. Los moradores de la casa fueron detenidos y llevados a Santiago para ser enviados a un forzado exilio.
Ciento cuarenta y cinco años duró la ausencia (en Calera de Tango) de la Compañía de Jesús.
Los jesuitas vuelven definitivamente el 12 de junio de 1912, a la muerte del sacerdote Joaquín Ruiz-Tagle Portales quien, en un acto que honra su memoria, legó a la orden ignaciana este monumento cargado de recuerdos.
Allí se retiraba la comunidad jesuita de Santiago a pasar sus vacaciones. Todavía se conserva el recuerdo del padre Hurtado, que apartado en Calera preparaba sus intensos ministerios apostólicos. Hoy el lugar se ocupa como sitio de retiros ignacianos. Seis meses de cada año se desarrolla allí la “tercera probación”, que reúne a los sacerdotes jóvenes de varias provincias de la orden para hacer el último paso de su formación jesuita